El anhelo en boca de otro I

Me gustan estos momentos, estos, en los que me quedo sola y la casa se convierte en algo parecido a un óvulo en el que fertilizan y multiplican todas las células de mi calma.

Paseo por ella, me expando, descalzo mis pies y mis paredes, dejo que las esquinas –tan marcadas- se relajen y suavicen. La casa entera escupe entonces una especie de quejido tosco, un suspiro hondo, como de bosque, como de brisa, como si expulsara de sus pulmones la contaminación comprimida de palabras no dichas. Se relaja y se desliza en un vaivén de respiración tranquila. Es entonces, preñada de mí, cuando me busco.

Normalmente encuentro pedazos de mí misma bajo la cama, sueños de medianoche que lanzo al precipicio del colchón y que se evaporan como vampiros al amanecer. Encuentro allí, bajo los subterráneos de la habitación, trozos de mi sonrisa, migajas de sueños que se enroscaron entre pelusas de hastío para olvidarse a sí mismas y el sudor de un gemido que se llevó, completo, el hambre de una antigua canción.

Me desentraño y me esparzo, me acometo a pedazos de alma en el suelo. Luego me quedo con ellos en la mano como si fueran jeroglíficos de la antigüedad, piezas perdidas de distintos puzzles que no encajan entre sí y que ya no recuerdan siquiera qué tuve, qué quise, ni quien fui.

Y es que hay olvidos qué, sin saberlo, nos lanzan al abismo del recuerdo.

Publicado por Howa el 15 de noviembre de 2010.